Analía, Elvio y la crisis de 2001: como me encontró la entrevista en Pilar

LA CUARENTENA por el coronavirus no afloja. Por las mañanas me levanto tarde, pues el frío que rige en éstas épocas en la provincia de Neuquen no invita a madrugar. Con los ojos entrecerrados me encamino a la cocina: la pava, el termo, el mate. En la casa de Andrea y Constanza, quienes me han recibido desde el comienzo del aislamiento, gozamos de un minúsculo patio, así que agarro una silla, la ubico bien en el sol y me siento un rato con algún libro. Yo digo que son las ganas de ser como Simón Bolivar: pues dicen sus biógrafos que comenzaba el día con la lectura.

Pero a las 6 de la mañana, polaco, no a las diez. 

La cosa es que ayer terminé de leer uno de los libros del peruano Manuel Scorza. Ultimamente venía leyendo más bien textos de no ficción, entendida ésta vez como humanidades: antropología y historia, más que todo, y de allí, sin duda, la inspiración para concebir el artículo anterior de éste blog, La gran migración europea, Rodolfo Kusch y los viajes. Pero, vamos, no hay como un relatito, una historiecita, una experiencia cotidiana del viaje de vez en cuando.

Me lo han preguntado algunos: ¿de dónde sacas esos personajes para las entrevistas? Las entrevistas para la película documental "¿Por qué el argentino viaja?", que ya suman más de 30, ¿de dónde? Por más esquiva que parezca la primera respuesta, es cierto que: depende, pues cada caso es diferente. Algunos me los busco yo, pero una gran parte me encuentra a mi. Por supuesto: sin querer queriendo.

¿Agua caliente, señor? Por favor

Fue a mitades de agosto del año pasado (¿ya, tanto tiempo?, sí, polaco). El 18: digo, porque lo tengo anotado. Salí de Rafaela. Gerardo y Débora me acompañaron hasta Susana, el pueblo contiguo. De ahí me sumergí en ésta red cuadrada de caminos de tierra bastante bien cuidados, que se extiende entre la ciudad de Córdoba y las costas del Paraná. En otras zonas del país —como el Chaco o la misma provincia de Buenos Aires— los recorridos en bicicleta por las rutas sin asfaltar no resultan tan fáciles, pues los arenales te acogen y no te sueltan. 

En Santa Fe la tierra firme permite rodar como en asfalto. Hay que prestar atención, sin embargo, para no perderse, pues los caminos proliferan con una abundancia sorprendente y todos parecen iguales, como iguales parecen los campos, y la orientación se basa en los pocos árboles que sobresalen de la planicie homogénea: "hasta el eucalipto grande, y a la derecha", es la dirección más precisa que puedes obtener. A Pilar llegué en la primera hora de la siesta.

Pilar es de esos pueblos que en los 150 años de su historia parecen no haber cambiado mucho. El casco urbano conserva la antigua forma cuadrada: no continua en calles improvisadas y barrios no planificados, como en caso de grandes ciudades. Reina el aire de tranquilidad y un modesto bienestar.

Callecita´e tierra

Me senté en un banco en la plaza. Primero aparecieron los chicos: eran como diez y todos en bicicletas. Preguntas: ¿Colonia?, ¡Polonia!, ¿Polonia?, ¿y no se cansa? Se quedan un rato, se aburren, se van. Atrás está la fantástica —¡es que me encantó!— la fantástica instalación que calienta el agua con la energía solar. El lugar tiene también su red WiFi y banquitos, por lo que me parece bastante ingenioso como una manera de fomentar la vida social del pueblo. Así como antiguamente las mujeres se encontraban a charlar al lado de un arroyo donde lavaban la ropa, o al lado de un pozo desde donde cargaban agua a sus casas, ahora la población se reune al lado del arroyo de internet y el pozo de agua para el mate. Me encanta (la primera foto es de una instalación similar en Susana; la de Pilar es más grande y tiene más banquitos).

Así que estuve yo con la cabeza girada hacia atras, hacia este magnifico éxito de la ingeniería social, cuando alguien se me pone a hablar en italiano. Vuelvo con la cabeza hacia adelante y, supongo, aunque no aseguro, que mi cara debía estar expresando algo como "pero...yo...no...", mientras se me seguía hablando. Analía me tomó por italiano. Con su amplia sonrisa me daba, creo, la bienvenida al pueblo, mientras yo, saliendo poco a poco del estado del shock, empezaba a soltar una por otra algunas palabras en español. Ahí recién nos entendimos. Si quieres, vente a la casa, me dijo. Nosotros vamos a dar una vuelta y luego estaremos ahí: apuntó hacia una de las calles y me explicó la dirección.

Cuidado en decirme estas cosas, porque yo me las tomo en serio. Por cierto: dicen, que el viaje, o la vida en general, da, regala, por ejemplo a través de personas de corazón abierto como Analía y Elvio. Hay que saber verlo y hay que atreverse a recibirlo. 

Los chicos volvieron. Frenaron con bravura sus bicicletas en el cemento de la acera con una duda inteligente: ¿pero cómo cruzó el oceano en bicicleta, señor? Les respondí y desaparecieron. No se si fue aquella vez, o la vez pasada, que uno, mirando mis alpargatas de tela, preguntó: ¿y por qué no usa zapatillas nike?

Luego vinieron niñas, de la misma edad de entre 7 a 9 años. Eran menos, creo que tres o cuatro, y no tenían bicicletas. Las niñas suelen ser más tímidas, algunas miran al piso, pero son bastante curiosas, se sonríen más y hacen otras preguntas que las que hacen los niños. Y, claro está, viviendo bajo el sistema patriarcal suelen ser más reprimidas, por lo que una mamá preocupada rápidamente las llama de vuelta. Así es que unos te invitan a casa y otros te toman por violador de menores en lugares públicos. Cosas que pasan, cantaba Larralde.


La sombra de Analía y su atrapasueños gigante

Elvio
¡Sonrían, familia!

El 19 era feriado puente, mudado del 17, la muerte de General San Martín. A mi siempre me ha resultado extraño que en Argentina se celebre precisamente muertes de los próceres, en vez de nacimientos o fechas de las batallas victoriosas. De todos modos, como siguiéndole la corriente a lo del día libre —aunque para nadie le importaba: pues yo estaba de viaje, mientras Analía y Elvio son jubilados— compartimos dos días juntos. El feriado, así lo entiendo hoy, nos sirvió de pretexto: pues los tres la pasamos bastante bien, pero siempre es bueno tener una razón concreta para no seguir el viaje, así uno se queda más tranquilo. 

Muy rápido me di cuenta que hay que entrevistarlos para el proyecto. Su historia es de las que dan vueltas: sus ancestros italianos vinieron a Argentina en el siglo XIX buscando un mejor futuro, y ellos mismos, Analía y Elvio, emigraron a Italia por la crisis de 2001 (buscando un futuro mejor). Es un caso relativamente común y con más razón hay que registrarlo, pues es una de las causas por las que el argentino viaja: viaja en el sentido de moverse, en general. Si sus tatarabuelos no hubiesen venido de Italia, lo más probable que a Analía y Elvio no se les hubiese ocurrido ir a Italia a trabajar. Quizás ni se les hubiese ocurrido irse del país, pero siendo descendientes de inmigrantes, la migración es una respuesta bastante natural a bajos indicios económicos.

Y luego, cuando se llega al lugar, a Italia en éste caso, se encuentra con cosas sorprendentes, emocionantes. Se redescubre elementos ya conocidos de su propio pueblo, y se dice: ah, es por eso que en mi pueblo pasa tal cosa. Elvio encontró, por ejemplo, que tanto en la región de sus ancestros en Italia, como en Pilar, de la mecánica de autos se ocupa la misma familia. Luego están las costumbres, las comidas, el modo de ser (ah, son unos tacaños esos piamonteses —se ríe Analía, cuya familia, a diferencia de la de Elvio, no viene del Piamonte). Y da para hacerse la pregunta: ¿pero, entonces, de dónde realmente soy?

De vuelta a Argentina, atrapados quizas por la curiosidad por lo grande y desconocido que es el territorio argentino, se preparan para hacer un viaje en auto por la ruta 40. 

Analía y Elvio son docentes jubilados, viven en Pilar, provincia Santa Fe, y su relato formará parte de la película "¿Por qué el argentino viaja?". Y les agradesco muchísimo su hospitalidad y amistad, las canciones que cantamos, las comidas de Analía y los mates en medio del frío del húmedo invierno litoraleño.


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